miércoles, 5 de marzo de 2025

El doctor Zhivago, de Boris Pasternak

 


Inaugurar la primavera con una buena lectura se hace primordial. Nos encontramos ante un libro que es la propia vida en su descarnada intensidad, un milagro literario de los que se dan de muy allá para cuando.

Con trece años me sentí cautivado por la sintonía inicial de “Doctor Zhivago”, la película que también quedó, de la mano de David Lean (1908-1991), para la posteridad como un ejemplo de buen cine. Y el guion de Robert Bolt (1924-1995) resultó una más que fidedigna adaptación de la novela de Boris Pasternak (1890-1860).

La primera vez que vi la película, aunque no entendía del todo su trasfondo y riqueza, me sentí marcado. Era consciente de que debía profundizar en la huella que me había dejado. Por eso, en el verano de 1987, me atreví con la lectura de la novela. Aunque seguía sin entender mucho, había una filigrana de sentimientos, unas descripciones de la naturaleza que capturaban la imaginación y acariciaban cuerdas misteriosas en los pensamientos de un adolescente por demás ingenuo. Bebí a sorbos llenos la novela, pero continuaba sediento. En 1991, ya más formado, mejor conocedor de la magnitud del drama soviético y con más bagaje de lecturas en mi haber, volví a leerla, y se me abrieron los cielos del milagro.

Pasternak, poeta impenitente, en su empeño de sublimar la vida en un libro de 700 páginas, se lo jugó todo: su prestigio como poeta, su condición de ciudadano soviético, hasta el honor de aceptar el premio Nobel (que se vio forzado a rechazar). Se convirtió en un paria de la noche a la mañana. Rusia, la tierra que amaba hasta los hígados, la musa de sus sueños poéticos, se le volvía hostil; el régimen político entonces imperante no le ofrecía tregua. Sólo las gentes sencillas, capaces de separar la vida de la política del momento, supieron vislumbrar la verdadera pretensión del autor: reflejar la historia de un hombre que, pese a estar rodeado de felicidad, acabó sus días sumido en la desdicha, simple alegoría de lo que había sucedido con la Madre Rusia. Yuri Zhivago (alter ego del propio Pasternak) se veía en la encrucijada de amar a dos mujeres a un tiempo, con todas las borrascas de conciencia que ello traía aparejadas.

Cuentan que la publicación de la novela en Occidente estuvo orquestada por la CIA, en el marco de la Guerra Fría (1947-1991). Deseaban poner en evidencia los horrores del régimen soviético, y nada mejor que una obra maestra literaria para mover conciencias. Sin duda, esta no era la pretensión del autor, que más bien deseaba poner en palabras la esencia de la vida; pero esto es lo que pareció a los ojos de la multitud de lectores que en un primer momento devoraron la novela.

Yo me quedo con la visión del amor y la vida que Pasternak plasma en cada una de sus páginas. Estoy convencido de que el autor no calibró lo que le podría acarrear la publicación de su testamento literario.

Se suele decir que de una mala novela surge una buena película, y viceversa. Pero en el caso de “Doctor Zhivago” hay que romper el molde por completo: magnífica novela y magnífica película. Una feliz conjunción de circunstancias hizo de esta película todo un monumento al séptimo arte, que en su momento fue premiada con cinco Oscar de la Academia. También, para nosotros, tiene el atractivo de haber sido rodada en España. En varias secuencias se reconocen las cumbres y los bosques de la sierra del Moncayo, queriendo simular los Montes Urales. Además, en el madrileño barrio de Canillas se recreó una amplia calle de Moscú. Las autoridades del franquismo, ya bastante apaciguadas en 1965, permitieron a Carlo Ponti (1912-2007), el productor, que la película se filmase en España, habida cuenta de que en la historia recreada subyacía toda una crítica al régimen soviético. Relatan como anécdota que, una noche, la policía armada irrumpió en los estudios de Canillas, justo en el momento en que, por exigencias del guion, una multitud de extras estaba entonando con palmaria emoción el himno de La Internacional. Había que considerar que muchos de los extras eran gentes que habían sido represaliadas por el régimen, y encontraron en esa escena de la película un modo de resarcirse de todo lo que habían sufrido.

David Lean, el director, consiguió con esta película su canto del cisne. Aunque ya han pasado 60 años, conserva toda su frescura y se perfila de una novedad desconcertante, casi rayana en la perfección. ¿Quién puede olvidar las inspiradas interpretaciones de sus protagonistas: Omar Sharif (1932-2015), Julie Christie(1940-), Geraldine Chaplin (1944-), Rod Steiger (1925-2002), Alec Guiness (1914-2000), Ralph Richardson (1902-1983)…?

Mis favoritas, aparte de las del viaje en tren, son las escenas primaverales en Varykino: el sol, las flores incandescentes, las laderas boscosas, las nubes de gloria. Nunca olvidaré a Yuri Zhivago caminando conmovido por un bosque, viendo cómo el sol de la mañana se agazapaba tras los troncos de los álamos.

Como testimonio de emoción, os dejo los créditos iniciales y una parte de la banda sonora que ha sido utilizada muchas veces en publicidad con propósitos navideños. El compositor de la banda sonora no es otro que Maurice Jarre (1924-1909), padre de Jean-Michel Jarre (1948-), uno de los más famosos representantes de la música electrónica.

  

Julián Maestre (profesor de Física y Química en el IES Guadiana).







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