Este
mes de abril hablamos de una novela que ha cumplido más de seis décadas desde la
fecha de su publicación. Sin embargo, en los tiempos que atravesamos, su
lectura se vuelve primordial. Todavía hoy se habla de racismo, como ninguneando
los avances que se han intentado hacer las últimas décadas para paliar esta
lacra. El racismo es un fenómeno que ha acompañado siempre el discurrir de la
humanidad, aunque en los dos últimos siglos ha adquirido proporciones de
escándalo: la esclavitud de la raza negra, el intento de genocidio a los
armenios, el holocausto a los judíos, los hechos de Ruanda y un largo etcétera.
Nelle
Harper Lee (1926-2016) fue testigo de excepción, en su Alabama natal, de la
discriminación y segregación que sufrían los negros en el sur de Estados
Unidos. Su novela “Matar a un ruiseñor” se volvió todo un manifiesto de humanidad.
Fue galardonada con el premio Pulitzer en 1961, y, a pesar de la carrera
promisoria que se abría ante la autora en el mundo de la literatura, no publicó
nada más en vida (si se exceptúa “Ven y pon un centinela”, precuela de “Matar a
un ruiseñor”, en 2015, casi a las puertas de su muerte).
La
novela es todo un canto a la vida, a la amistad, al amor fraterno en
definitiva. Scout, Jem, Dill, la pandilla perfecta de amigos para los veranos.
Atticus, el abogado idealista, el viudo que atesora en su alma todo un pozo de
sabiduría. Y Boo Radley, el héroe anónimo, el insociable que es capaz de amar
de lejos a unos niños, dando un mentís a quienes lo consideraban poco menos que
una fiera enjaulada. La historia habla de amor y de la injusticia que se sufría
por tener el color de piel diferente.
Recuerdo
que este libro fue uno de los últimos regalos que me hizo mi hermana antes de
morir. Como tenía un apreciable número de páginas, esperé al verano para
leerlo. Lo leí teniendo yo la juventud de los protagonistas y la tristeza de
haber perdido a mi hermana. Recuerdo que en muchos pasajes de la novela se me
enrasaban los ojos en lágrimas. Para mí esa lectura era la vida verdadera, en
contraste con la tristeza que se vivía en mi casa. El libro me enseñó la magia
de la vida, la urdimbre de alegrías y tristezas a que se ha de enfrentar todo
ser humano. Aprendí sobre todo, y lo agradezco sinceramente, a no despreciar a
nadie por su condición de raza y religión. Todos los seres humanos tenemos una
herencia común, y Cristo nos la mostró. Harper Lee lo sabía bien, y supo
reflejarlo de un modo admirable en su novela.
Ya
dije en una ocasión que no suele ser habitual hacer de una buena novela una
buena película. Pues en este caso nos encontramos con otra excepción a la
regla. Robert Mulligan (1925-2008) supo llevar con acierto al celuloide la historia
contada por Harper Lee. La película ganó tres Oscar en 1962, de los ocho a los
que fue nominada. Gregory Peck (1916-2003) nos regaló la mejor interpretación
de su carrera, en el papel de Atticus Finch. El blanco y negro aporta una
atmósfera especial a la película, aderezada con la magistral banda sonora de
Elmer Bernstein (1922-2004).
Tendría
que mencionar muchas escenas de la película, pero me quedaré con los momentos
de complicidad de Scout (alter ego de la propia Harper Lee) y Boo Radley, ya
casi al final de la película. Ambos papeles fueron interpretados por Mary
Badham (1952) y Robert Duvall (1931), respectivamente.
Vi
la película en 1983, antes de leer la novela tres años más tarde, y la huella
que me dejó fue imborrable.
Los
libros y el cine nos pueden ayudar a mejorar como personas, y he aquí la deuda
que tengo contraída con la historia que salió de la mente de Harper Lee, toda
una mujer adelantada a su tiempo.
Julián Maestre (profesor de Física y Química en el IES Guadiana).
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