martes, 1 de abril de 2025

Matar a un ruiseñor, de Harper Lee

 


Este mes de abril hablamos de una novela que ha cumplido más de seis décadas desde la fecha de su publicación. Sin embargo, en los tiempos que atravesamos, su lectura se vuelve primordial. Todavía hoy se habla de racismo, como ninguneando los avances que se han intentado hacer las últimas décadas para paliar esta lacra. El racismo es un fenómeno que ha acompañado siempre el discurrir de la humanidad, aunque en los dos últimos siglos ha adquirido proporciones de escándalo: la esclavitud de la raza negra, el intento de genocidio a los armenios, el holocausto a los judíos, los hechos de Ruanda y un largo etcétera.

Nelle Harper Lee (1926-2016) fue testigo de excepción, en su Alabama natal, de la discriminación y segregación que sufrían los negros en el sur de Estados Unidos. Su novela “Matar a un ruiseñor” se volvió todo un manifiesto de humanidad. Fue galardonada con el premio Pulitzer en 1961, y, a pesar de la carrera promisoria que se abría ante la autora en el mundo de la literatura, no publicó nada más en vida (si se exceptúa “Ven y pon un centinela”, precuela de “Matar a un ruiseñor”, en 2015, casi a las puertas de su muerte).

La novela es todo un canto a la vida, a la amistad, al amor fraterno en definitiva. Scout, Jem, Dill, la pandilla perfecta de amigos para los veranos. Atticus, el abogado idealista, el viudo que atesora en su alma todo un pozo de sabiduría. Y Boo Radley, el héroe anónimo, el insociable que es capaz de amar de lejos a unos niños, dando un mentís a quienes lo consideraban poco menos que una fiera enjaulada. La historia habla de amor y de la injusticia que se sufría por tener el color de piel diferente.

Recuerdo que este libro fue uno de los últimos regalos que me hizo mi hermana antes de morir. Como tenía un apreciable número de páginas, esperé al verano para leerlo. Lo leí teniendo yo la juventud de los protagonistas y la tristeza de haber perdido a mi hermana. Recuerdo que en muchos pasajes de la novela se me enrasaban los ojos en lágrimas. Para mí esa lectura era la vida verdadera, en contraste con la tristeza que se vivía en mi casa. El libro me enseñó la magia de la vida, la urdimbre de alegrías y tristezas a que se ha de enfrentar todo ser humano. Aprendí sobre todo, y lo agradezco sinceramente, a no despreciar a nadie por su condición de raza y religión. Todos los seres humanos tenemos una herencia común, y Cristo nos la mostró. Harper Lee lo sabía bien, y supo reflejarlo de un modo admirable en su novela.

Ya dije en una ocasión que no suele ser habitual hacer de una buena novela una buena película. Pues en este caso nos encontramos con otra excepción a la regla. Robert Mulligan (1925-2008) supo llevar con acierto al celuloide la historia contada por Harper Lee. La película ganó tres Oscar en 1962, de los ocho a los que fue nominada. Gregory Peck (1916-2003) nos regaló la mejor interpretación de su carrera, en el papel de Atticus Finch. El blanco y negro aporta una atmósfera especial a la película, aderezada con la magistral banda sonora de Elmer Bernstein (1922-2004).

Tendría que mencionar muchas escenas de la película, pero me quedaré con los momentos de complicidad de Scout (alter ego de la propia Harper Lee) y Boo Radley, ya casi al final de la película. Ambos papeles fueron interpretados por Mary Badham (1952) y Robert Duvall (1931), respectivamente.

Vi la película en 1983, antes de leer la novela tres años más tarde, y la huella que me dejó fue imborrable.

Los libros y el cine nos pueden ayudar a mejorar como personas, y he aquí la deuda que tengo contraída con la historia que salió de la mente de Harper Lee, toda una mujer adelantada a su tiempo.

 

 

Julián Maestre (profesor de Física y Química en el IES Guadiana). 


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